Elecciones 2008 - 9 de Marzo

elecciones 2008

Balance Legislativo | POLÍTICA AUTONÓMICA

Balance Legislativo


La vana ilusión del cierre

JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

El PSOE y el PP comparten la conclusión de que el proceso autonómico ha quedado terminado, pero no parece correcta en lo que atañe a la integración de los nacionalismos.

PROTESTA. Pegatina distribuida en un Aberri Eguna. / El Correo.

La autonomía se concibió como un derecho abierto que el tiempo recondujo

Cuando Lutero, Melanchton, Zwingli y Calvino, por citar sólo los nombres más conocidos, pusieron en marcha la Reforma, no eran del todo conscientes de las consecuencias que su decisión iba a acarrear. Pero, al cabo de muy pocos años, gran parte de sus esfuerzos reformadores tuvo que dedicarse, más que a promover nuevos cambios, a encauzar aquel torrente de libertad que ellos mismos habían desatado y cuya fuerza amenazaba con desbordarlos. Tal fue la variedad y el empuje de sus seguidores que la Reforma se mostró incapaz hasta de encontrar un nombre común que pudiera denominar en su conjunto todas sus ramificaciones.

El gran principio de libertad individual que los primeros reformadores habían rescatado del evangelio, junto con la anulación de toda mediación humana entre el creyente y Dios, hacía ineficaz, por contradictorio, cualquier intento de devolver las aguas desbordadas a cauces institucionales unitarios. Al final, tuvieron que acuñar un nuevo lema que justificara a posteriori lo que había ocurrido. «Ecclesia reformata -se dijeron- semper reformanda». Es decir, una vez abordada la Reforma, cualquier otra ulterior resulta inevitable.

Valga esta escuálida esquematización de los hechos para fijar el único punto de comparación que pretende establecerse entre épocas tan distantes y fenómenos tan distintos como los arriba citados y los que aquí van a tratarse. Formulemos ya ese punto para evitar malentendidos. Cuando nuestros padres constituyentes decidieron, en 1978, afirmar, en lugar tan destacado como el artículo 2 de la Carta Magna, que «la Constitución (…) reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran (la nación española)», también se propusieron, como los antiguos reformadores, dar un impulso de libertad a ciertos colectivos que la habían tenido hasta entonces restringida o reprimida, pero tampoco eran del todo conscientes, al igual que aquellos, de hasta dónde habría de conducir tan valiente y arriesgada decisión.

Entes sin definir

Para empezar, en el momento en que se procedía a reconocer y garantizar su derecho a la autonomía, aquellas «nacionalidades y regiones» eran entes todavía por definir. Ni siquiera se sabía cuántos ni quiénes eran los colectivos aludidos por tales denominaciones ni cuáles las características que cada uno habría de poseer para agruparse en una u otra categoría ni qué efectos jurídicos y políticos produciría tal agrupamiento.

El derecho que la Constitución reconoce y garantiza a la autonomía territorial se concibió, pues, desde el principio como un derecho abierto, que sólo el tiempo, dirigido, entre otras cosas, por las insuficientes indicaciones adicionales de su Título VIII, se encargaría de ir conduciendo hacia un destino más o menos definido. Hasta tal punto llegó la indefinición que entre lo que pudo ser y lo que de hecho ha sido se ha creado una distancia cuyo tamaño, grande o pequeño, sólo puede medirse desde la perspectiva, autonomista o centralista, que cada uno adopta en la medición.

Gracias, en parte, a esa indefinición de origen, el proceso autonómico ha ido avanzando en una especie de movimiento de diástole y sístole o de dilatación y contracción. A cada momento expansivo le ha seguido otro de restricción. Y, si el primero puede muy bien explicarse por la misma naturaleza de las cosas -la propia Constitución invitaba a ello-, en el segundo ha desempeñado un papel determinante el miedo al desbordamiento. El temor a que la expansión autonómica socavara los cimientos del propio Estado como expresión de la cohesión del todo ha actuado de factor más restrictivo del que hubiera supuesto la aplicación estricta de los límites previstos en la Constitución.

El miedo al desbordamiento ha procurado revestirse siempre de racionalidad. «Racionalizar el desarrollo autonómico» ha sido la expresión que se ha utilizado para justificar los intentos de hacer frente a la fuerza expansiva que el nuevo poder autonómico desplegaba. Se trataba, como en el movimiento reformista a que se ha aludido al principio, de embridar lo que la propia Constitución podría haber permitido desbocarse.

El miedo tardó además muy poco tiempo en manifestarse. Apenas habían pasado tres años desde la aprobación de aquella cuando el primer intento de esa llamada racionalización se puso en marcha. Los dos grandes partidos de ámbito estatal acordaron, a lo largo de 1981, el primer pacto que daría lugar, un año después, a la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), con la que se pretendía poner orden en la que se temía que acabara en caos. El miedo había adquirido, ya para entonces, categoría de pánico.

El Tribunal Constitucional, mucho más templado, desbarató el intento. No creyó -eran otros tiempos- que fuera armonizable, al menos en los términos en que la Ley pretendía que lo fuera, lo que la Carta Magna había dotado de una naturaleza en cierta medida inarmónica. El recuerdo, todavía fresco, de lo que había querido -y, sobre todo, no querido- la Constitución no podía borrarse ni tergiversarse en tan escaso lapso de tiempo.

Cooperación o competición

Sin embargo, el miedo no se desvaneció con la seria reprimenda del Constitucional. Y, si no había encontrado en una ley general el medio más adecuado para expresarse, se buscó otros caminos para llegar a la misma meta. Así, la reconducción que no pudo lograr de un golpe la LOAPA fue llegando, con ritmo más pausado, pero no menos eficaz, de la mano de abusivas leyes de bases, planes nacionales de obligado cumplimiento, resistencia a proceder a nuevas transferencias o sentencias de un Tribunal Constitucional cada vez más contagiado por el mismo miedo. Lo que en un principio fue «armonización» vino en denominarse, con el paso del tiempo, «cierre del proceso autonómico».

Pero el cambio de nombre dejó incólume la obsesión original, que, lejos de desvanecerse, fue calando, cada vez con más fuerza, en ciertos sectores influyentes de la política, la judicatura y la opinión pública. Sobre todo, desde que en los años noventa se alcanzó, mediante pacto previo entre los dos grandes partidos de ámbito estatal, la igualación de los techos competenciales de todas las comunidades autónomas y se extendió a muchas de éstas la denominación de «nacionalidades» que parecía en un principio reservada a unas pocas, comenzó a acariciarse la idea de que el «quantum» de poder autonómico estaba ya agotado y de que el próximo objetivo consistiría en reforzar el estatal, desarrollando el principio de cooperación frente al de la competición.

La experiencia de esta última legislatura ha servido para reforzarse en la idea. Tras haberse aventado todos los temores de disolución del Estado con la nueva ola de reformas estatutarias que se ha producido, tanto quienes las promovieron como quienes a ellas se opusieron parecen haber llegado a la conclusión de que el proceso está cerrado y nunca más debería reabrirse.

Quizá habría que admitir que se daban en un principio razones para el temor. Toda innovación lo suscita, y no cabe duda de que la autonomización del Estado era, en nuestras latitudes, un proceso innovador. Las resistencias unitaristas resultaban, por tanto, previsibles. Por otra parte, la nueva planta en que se instalaba el Estado creaba focos de poder e, incluso, de identidad hasta entonces desconocidos, y tanto el primero como la segunda son, por su propia naturaleza, expansivos.

Nuevas élites políticas, económicas, culturales y sociales se harían cargo de conservarlos y avivarlos. Más aún. El poder y la identidad, además de a la expansión, tienden a la emulación. Y, así, la propensión a mirar unas a otras -y a mirarse unas en otras- se hizo connatural a las comunidades autónomas. La que ha acabado formulándose como ‘cláusula Camps’ -todo poder extra que cualquier otra comunidad obtenga es también atribuible a la mía- estaba ya asumida, antes incluso de formularse, en el comportamiento de las diversas autonomías. La emulación podía conducir, por tanto, a una presión ilimitada sobre un poder del Estado que no parecía poder preservar su núcleo irreductible.

No se apreció, sin embargo, en su justa medida el hecho de que la emulación tiene también un efecto contrario y puede acabar convirtiéndose en factor de control más que de descontrol. La experiencia de las últimas reformas estatutarias lo confirma. Valga de muestra un botón. Ningún control mejor de la pretensión catalana de financiarse según su PIB que la contrapropuesta andaluza de hacerlo según su población. Lo mismo cabe decir de los recursos hidráulicos. Cuando la reforma de un estatuto convoca otra de otro, el resultado final es, por necesidad, armonizado. De hecho, la emulación ha conseguido, por sí sola, lo que nadie habría previsto al iniciarse el proceso, a saber, que el sueño que algunos albergaban de instaurar un «Estado asimétrico» y de relacionarse con él de manera «bilateral» se disipara. La igualación, real o potencial, del poder competencial de todas las comunidades autónomas y la multilateralidad en sus relaciones con el Estado, así como la reducción de los «hechos diferenciales» a su mínima expresión lingüístico-cultural, han sido más producto de la emulación entre comunidades que de cualquier otro artilugio legal o administrativo del Estado. La excepción del caso vasco-navarro, por su arraigo constitucional, viene a confirmar, y no a romper, la regla general.

‘Café para todos’

Y, sin embargo, los intentos de dar por cerrado el proceso han resultado hasta ahora fallidos. Conviene preguntarse por qué y contestar bien la pregunta. Para ello, no queda más remedio que volver al principio. La iniciativa de autonomizar el Estado no nació de forma espontánea. Tenía algo de reactivo. Constituyó la alternativa a la fórmula adoptada en la II República, cuando las tres comunidades con mayor arraigo identitario se vieron singularizadas, por no decir privilegiadas.

El modelo ahora elegido, que algunos han denominado de manera un tanto despectiva como el del «café para todos», se creyó, de buena o mala fe, el más adecuado para integrar los nacionalismos en el entramado constitucional. Pero ha resultado, en parte, si cabe la metáfora, como meter la zorra en el gallinero o incorporar a un pequeño grupo de escolares díscolos o superdotados, según cada uno quiera calificarlos, en el aula normal.

Los nacionalismos no se han sentido integrados y el sistema se ha visto perturbado. Ha ocurrido, en efecto, que lo que podría haber devenido en un sistema federal perfectamente susceptible de cierre amenaza con mantenerse irremediable e indefinidamente abierto.
Se plantea, en consecuencia, la pregunta de si los nacionalismos son o no integrables en un sistema autonómico común. Y la respuesta parece ser negativa. No son tanto los «hechos diferenciales» en que los nacionalismos dicen apoyarse cuanto la ‘pulsión diferencial’ que en su misma naturaleza anida la que hace imposible que se integren en lo común sin negar su propia razón de ser. Ni qué decir tiene que este hecho no pone en cuestión la funcionalidad del sistema. Sólo indica que éste no es el instrumento adecuado para gestionar la cuestión de los nacionalismos de manera eficaz.

El sistema autonómico se ha demostrado enormemente positivo para la organización y el funcionamiento del Estado. El error ha sido esperar de él aquello para lo que no estaba concebido y para lo que quizá nunca debió ser aplicado. El problema de los nacionalismos no es el Estado, por mucho que a éste se refieran, sino el innombrable que en éste se afirma subyacer: la nación española. Su solución no afecta, en consecuencia, tanto a la organización de aquél cuanto a la concepción de ésta. Guste o no guste, ésa es la madre del cordero.

La situación en que la política española se encuentra en estas vísperas de inaugurar su novena legislatura posconstitucional apunta en esa dirección. Reformado el Estatuto catalán y bloqueado el vasco por las razones de todos conocidas, los nacionalismos de ambas comunidades se muestran, con razón o sin ella, igualmente insatisfechos. Su insatisfacción echa raíces más allá de lo propiamente autonómico. Tiene que ver con lo que llevó a Ortega y Gasset a la conclusión de que el de Cataluña es un problema que no se resuelve, sino, a lo más, se conlleva. Se trata por tanto, si se acepta esta resignada, pero realista, conclusión, de organizar esa eventual «conllevancia» o, expresándolo en otros términos, de pensar en arreglos siempre precarios más que en la solución definitiva.

Muestra de perfección

Los nacionalismos llamados periféricos son datos tercos de la realidad que, mientras mantengan la implantación que ahora tienen en sus respectivas comunidades, habrán de ser tomados, antes que como hechos exasperantes a combatir, como fenómenos significativos del grado de perfección o imperfección a que ha llegado la construcción de la nación española, así como, por supuesto, la de las suyas propias. En tal sentido, los nacionalismos dicen tanto de sí mismos como de España. Y no hay más remedio que escuchar lo que dicen.

Por eso, incluso una vez cerrado el proceso autonómico común, nadie podrá prescindir de ellos y de sus reivindicaciones a la hora de ponerse a gobernar. Ni la erradicación ni la asimilación se han demostrado alternativas verosímiles. Sólo parecen recomendables los arreglos, no basados, por supuesto, en cesiones unidireccionales, sino en un compromiso común de conllevancia recíproca.

Por su parte, y si quieren que este compromiso sea factible, también los nacionalismos periféricos deberían, por así decirlo, hacérselo mirar. No es justo y, desde luego, no es funcional que continúen con la ficción de erigirse en representantes únicos de toda la colectividad en la que están implantados. El problema, más que con los de fuera, lo tienen estos nacionalismos con los de dentro. El reconocimiento consecuente de la pluralidad interna de sus sociedades es lo único que puede conducirlos a ese grado de humildad en el que las reivindicaciones se atemperan y se hacen manejables. Conciencia de las propias limitaciones y asunción del margen de maniobra con que cuenta el otro podrían ser, en consecuencia, las bases sobre las que construir ese compromiso de conllevancia.

Hechos contagiosos

En cualquier caso, las tensiones no tienen viso alguno de ir a suavizarse en el corto plazo. La seguridad que ofrece, de un lado, la pertenencia incuestionable a la Unión Europea y la inestabilidad que sacude, de otro, la integridad de ciertos Estados, tanto en el seno de aquella como en su periferia, por contradictorios que parezcan, son fenómenos que convergen en el reforzamiento de las expectativas o de las ensoñaciones de nuestros nacionalismos domésticos. Todo parece habérseles hecho a éstos posible en los dos últimos decenios. Nada sería menos aconsejable, en estas circunstancias, que despreciar o minusvalorar la contagiosidad de estos hechos, cuyo virus se transmite, más que por la similitud física -«no son realidades comparables», se dice-, por la permeabilidad y la maleabilidad de las opiniones públicas.

Tras la experiencia de esta última legislatura, los dos grandes partidos comparten la conclusión de que el proceso autonómico se ha cerrado. La conclusión es válida, si se refiere a la consolidación del sistema común de distribución del poder. Pero no parece correcta en lo que atañe a la integración de los nacionalismos. A quien así lo creyera, podría ocurrirle, por volver al inicio de estas líneas, lo que les sucedió a los impulsores de la Reforma. Ahí siguen aún descolgados de la corriente institucional común todos esos grupos de raíz anabaptista que se tomaron radicalmente en serio la libertad de sus conciencias a la hora de interpretar el evangelio y dar forma eclesial a sus creencias.

Con esa posibilidad, esgrimida a modo de amenaza, especulan los nacionalismos. Lo decía el otro día en Madrid el presidente del PNV al aludir a «las nacionalidades insatisfechas en un Estado invertebrado». Por ello reclaman, si se quiere evitar análoga deriva, que se aplique a nuestro caso, como guía de conducta, el lema que los reformadores sólo adoptaron, a modo de tardío lamento, una vez que los hechos se habían consumado: «Ecclesia reformata semper reformanda».